(Fragmento de Zezolla)
Una mañana fría de 1697, un hombre entró al bosque. Caminaba agitado sobre el terreno irregular y llevaba oculto entre sus ropas algo vivo...
Durante días había merodeado el cuarto de su hijo sin atreverse a entrar. Aquella madrugada, tan pronto vio salir al joven, se abalanzó sobre el manuscrito que descansaba en el escritorio. Era un libro de cuentos. Lo leyó con la certeza de encontrar en él un secreto celosamente guardado que no debía revelarse. Al terminar de leerlo, su excitación era enorme, pero mayor era su determinación. Rápidamente recobró la compostura, escondió el libro bajo sus ropas, trepó en su carruaje y ordenó al cochero que se dirigiera hacia el denso bosque de robles y hayas en las afueras de la ciudad. Sin saber que estaba siendo observado, buscó un escondite y encendió una fogata. Extrajo el manuscrito, que se agitaba entre sus manos. Lo sometió con violencia y, cuento tras cuento, le fue arrancando hojas enteras y las arrojo al fuego. Al concluir, tenía un manuscrito cercenado, del tamaño de su ideología, perfecto para ser leído en los salones de aristocracia. Mientras observaba las llamas, dentro de sí cobrara forma una nueva decisión.
El libro fue publicado sin el nombre de su autor y, con ese brutal rito de censura, se echó a andar la historia moderna de la infancia, porque antiguamente, para los adultos, tan sólo existían los hijos, pero los niños de nadie sabía nada.
Durante la Edad Media, los niños ingresaban al mundo adulto de la mano del maltrato de los mayores, que también habían sido niño maltratados. Muchos niños y niñas, en cuanto aprendían a caminar y adquirían cierta autonomía, dejaban atrás su casa y, con ella, su terror a los adultos. El bosque, aun con su catálogo de bestias acechantes, parecía ser un lugar más digno para crecer, si se lograba sobrevivir, pues si permanecían en casa, corrían el riesgo de ser esclavizados, abusados o, en lo mejor de los casos, abandonados a su suerte.
Pero había un momento y un lugar donde, a pesar de los peligros reales -y al decir reales me refiero también a los peligros surgidos de la realeza-, todo podía ser distinto: la noche en el bosque. Allí se reunían los pobladores a compartir el pan y el vino, a bailar y a cantar, libres de las ataduras asfixiantes de la cotidianidad. Fiestas de vida y alegría – conocidas posteriormente como aquelarres- prohibidas, perseguidas y satanizadas por los señores feudales y religiosos, ya que ponían en riesgo su autoridad. Siempre en el bosque, esa presencia oscura y mutante, capaz de dar la vida y de quitarla, donde moraban los personajes de los cuentos de hadas, tan vivos y peligrosos como los lobos y las madrastras.
En ese tiempo, lo fantástico no estaba reñido con lo cotidiano y la infancia era tan sólo una etapa que debía ser superada lo más rápido posible. Los niños perdidos, huidos o abandonados se agrupaban y, escondidos en el bosque, atacaban a los viajeros, les arrohaban piedras, se reian de ellos. Trepados en los árboles, ocultos tras los arbustos, eran difíciles de ver y de atrapar. Eran los duendes. Pocos lograban sobrevivir y, sometidos a esa vida ruda, casi salvaje, se volvían brutos y hambrientos. Si hallaban a un niño perdido, se lo comían. Eran los ogros. Algunas niñas también lograban crecer en este entorno y se transformaban en mujeres sucias y harapientas, que cocinaban lo que tenían a la mano: ratas, culebras, sapos, algún niño perdido... Eran brujas.
Los cuentos de hadas formaban parte de un folclor obsceno. Cuentos burlones, irreverentes, que mezclaban el espanto y la crueldad con hermosas fantasías. Cuentos de advertencia sin finales felices.
Aquel estado de cosas tuvo lentas y escasas modificaciones durante siglos. Los cuentos se transmitían de boca en boca y de pueblo en pueblo. Los niños recibían a través de ellos avisos sobre los peligros a los que estaban expuestos. Los ayudaban a entender a los adultos y a protegerse de ellos. Cuando esos relatos de transmisión oral fueron escritos y publicados, quedaron presos en las páginas, fueron dominados.
Aquella mañana, con la quema de cuentos en el bosque, todo eso acabó. La verdad abandonó la escena del crimen y los niños modernos crecieron escuchando cuentos de príncipes valerosos y princesas encantadoras, cuentos que terminan bien, en los que la justicia siempre triunfa. Sin emargo, a pesar del intento de convencernos de que los poderosos son un modelo de virtud, aún queda vivo mucho de aquellas historias populares.
Esa mañana, en lo alto de una rama seca, un pájaro esperó a que el hombre se alejase y bajó hasta la fogata que ya se consumía. Era un fuego pequeño en el que ardían siglos. Algunas hojas del manuscrito habían sido apartadas por el viento y protegidas por la humedad del musgo. El ave pudo rescatar algunas páginas, retazos llenos de palabras quemadas, y las ocultó.
Ha pasado mucho tiempo, el bosque ya no existe, pero aquel pájaro sobrevuela cada noche los vestigios del mundo que narran los cuentos. Él sabe lo que muchos intuyen, guarda sus secretos. Se ha posado en mi hombro y me ha contado esta historia, tras advertirme que si me atrevía a mirarlo de frente, desaparecería. Sólo miré una vez... Y nunca regresó. Ese pájaro negro es el mensajero del misterio. No lo miras, arrójate a lo desconocido y nunca te perderás.
Bibliografía
Castro Rodolfo - Zela Richard. Zezolla. México, D.F.: Colofón, 2011.